Lo supe cuando le ví la primera vez. Una sombra extraña venía pegada a la suya. La frialdad en los ojos con los que me pidió el primer café, el cómo reposó la mano sobre la mesada de la barra y el cómo inhaló, quizás tan corcheadamente, que se me congelaron las ganas de vivir desde los talones hasta la nariz. Golpeteó el dedo mientras la máquina de café bebía de su tiempo. Fue porque se afinaron los golpeteos con la inhalación que le miré. Se percató y dejó rodar sus ojos, pero éstos no se detuvieron y me pareció válido. Siguió contemplando cómo la barra debajo de su palma se aparecía como una oscura pecera o un agujero negro con estrellas. Fue por la dimensión espacial de esa espera que se ganó mi respeto – o mi miedo. El hombre no le temía a su vacío abiertamente. A lo único que le temía era a que no hubiera más café. Al llegar cada noche se presentaba en la barra y tiritaba con el rostro pálido, como si le faltase su propia identidad. Solo cuando la taza vacía tintineaba, su cuerpo entonces tibio, exhalaba. No me invitó, pero percibí su vacío como si fuese el mío. Cada persona trae el alma abierta en su pedido, es el primerísimo el que nunca olvido.
Ocurrió cuando una vez llegó tan pálido y tan absorto que no podía alzar la mirada, ni pronunciarme la palabra. Tomé su vacío posando lentamente mi mano sobre la barra dentro del mismo espacio visual de su mano y dije por él: Kaffee. Despertando, se encontró para su sorpresa riendo y, más, se sonrojó y se encontró en sus zapatos. Reímos juntos mientras me concentré en palpar nuevamente alguna materialidad, la de la taza de cerámica y sin mirarle, ni que me lo permitiera, se lo entregué. Cuando volvió por el segundo café de todas las noches lo encontré esperándome con la mirada abierta pidiéndome que se la contuviese. Esta vez me dijo con los ojos: Kaffee. Desde entonces le llega negro sin pedirlo, me sonríe al recibirlo y exhala.
Nunca podría haber dudado de quien en una milonga saca un libro y sentado en la penumbra lee inverosímil y atentamente. Unas semanas más tarde comenzó a pedirme, junto con el café, dos velas. Se ofrecía así a rellenar su candelabro antes de quedarse a oscuras. A nadie podría negarle la tenue luz de la lectura. Una noche noté que sí bailaba cuando tuve que intercambiar con una servilleta la vela que había utilizado como señalador. Hasta esa noche ella llegaba y se iba seca. Llegaba y se iba relajada, sin prisa y sin pausa. A mis ojos desapercibía, pero no a su gentileza. Era una de esas noches solitarias en las que la milonga permanecía abierta para las pocas almas que nos quitaban la pena.
Llevando en alto la bandeja negra sobre el suelo de madera caminaba hurgando con la mirada entre mesas, tapizados y muebles. Se me cruzaron las líneas del parquet con sus zapatos oscuros y unas piernas maduras y gentiles que reposaban en un antiguo sofá. Cierta proximidad entre los tobillos me sugirió no desnudarles y continué mi tarea buscando botellas vacías entre las patas de los muebles y de los altavoces. Al volver por la misma senda sentí una explosión de risas hacer vibrar al aire entre las flores. Percibí a los sonidos guturales ser recibidos por la nada y a los candelabros en pequeños abrazos consumarse. Me encontré en un orígen, solo sobre la pista de baile. En ese momento supe que, de alguna manera, él se sirvió del vacío y nos sostuvo a los tres. Las risas se abrazaron a la soledad de las pesadas cortinas de terciopelo rojo. El hombre se habría sentado primero y la mujer, sin conocerle, habría ido a parar a su sillón cansada de los días de la semana en la escuela y, quizás, no habría bailado aún ni lo haría en toda la noche. Algún comentario les habría hecho reflejarse por algunos segundos y, al ver al infinito frente a frente, así, seguirían contemplándose, riendo.
El fin de semana siguiente bailaron por primera vez. Ella saldría de la escuela normal despidiendo a los niños y los padres, él saldría sabe quién de dónde ni hacia a dónde qué, pero saldría esperando al siguiente sábado. Es que yo también hubiera esperado para decantar lo colapsado, dejar a su huella gravarse en mi tiempo y darle libertad al fruto. Solo así yo también llegaría auténtico al siguiente abrazo.
Luego de la noche de la primer tanda siguieron encontrándose sin cita concertada en la milonga. Ella se iba empapada y él me pedía cuatro cafés, para poder exhalar cuatro veces. El libro quedó así nostálgico de las noches de vela. Por lo general ella llegaba temprano, él llegaba presentándose in-identificablemente por su café y una hora más tarde les veía pasar por la pista de baile derritiéndose el uno por el otro, absortos en un irresistible trance. Las únicas dos cosas posibles en la vida eran ahora el siguiente encuentro en la pista de baile y el temor. Dos humanos caminando sobre el vacío. Contemplé cómo cambió la faz de la tierra desde que un solo hombre fue más feliz. En adelante él llegaría exhalado a por su café y ella llegaría con prisa y con pausa.
Aconteció que por el lapso de unas semanas me llamaron de otras milongas para reemplazar otros puestos de trabajo. Él se ruborizó al verme allí, el tercer confidente de sus estados de vacío. Luego de ocultar la mirada hacia el suelo alzó la vista preguntándome con los ojos porqué no… porqué su mundo no podría ser suyo. Disfrutaron la complicidad y fueron estrellas en un espacio (ahora) más amplio. Yo le bromeé que allí no le podría vender café, él recordó mi nombre y ella le miró así y yo me desarmé. Nos hemos acostumbrado los tres. Llegan por separado, bailan con otros, se les termina el mundo mientras bailan juntos y se van por separado.
Hoy a la madrugada al salir de la milonga contemplaba cómo una forma fucsia en movimiento se reflejaba sobre el vidrio de un edificio ochentoso gris y bermellón. Por esa casualidad los veo entre la niebla, besándose debajo de un pino. Por primera vez se irán juntos, van caminando de la mano. Ajusto la luz de mi bicicleta. Viene a mi mente la imágen del libro con una vela entre las páginas que él aún a veces deja sobre la mesa, para recordarme que a la espera hay que vivirla haciendo lo que uno ama.
31 octubre
Villa kreuzberg, Berlin