Im Punemente
Duele por dentro. La primera vez me despiertan con un estrepitoso golpe. La segunda vez siento la broca perforar desde adentro de mi caja torácica y veo al enrulado metal frenar sus vueltas. No ha tocado el pulmón. Salto de un solo golpe de la cama y corro con furia hacia la puerta blanca. Corro las cortinas a dos aguas como un loco desgárrandose la camisa de fuerza:
– ¡¿Quién es el desubicado?! – grité hacia el centro del edificio- ¡¿Quién osa perforarme así de impunemente?!
Todos los albañiles frenaron por unos dos segundos sus tironeos, turbulencias, raspones, fratachadas, mediciones, reconstrucciones, planificaciones y movimientos para mirarse entre sí, primero, y luego de mirarme por un segundo más volvieron velozmente a sus labores sin responderme.
– ¡¿En dónde está el ingeniero?! – les grité a todos.
– Está en el baño, Señor – dijo alguna voz.
– ¡¿Pero es esto posible?! – le respondo dando un manotazo al aire. Hay disculpame querida, no era hacia tí.
Aprieto las tiras de mi robe de chambre de caña corta sobre mi cintura, me calzo las chancletas amarillas que suelo llevar al sauna y, reabsorbiendo la impunidad que me habrían tomado sin permiso mientras dormía (o lo intentaba) atiné a bajar por un andamio, pero como tus stilettos rojos se me incrustaban en los agujeros metálicos de la escalera resuelvo primero alzarte en brazos y, aún recibiendo azotes impredecibles de tu cabello azabache en la cara, mi amor, logro bajar al suelo inferior.
-¡¿Está acá el ingeniero?!” – les grito.
Tres hombres serios se miran tensamente sobre una gran mesa de billar en una habitación con una sola lámpara de mesa siendo ahumada por el polvo de la des-cons-trucción. Un hombre saca el cigarro de su boca como quien manipula un habano o la mano de su hija pequeña y responde con una profunda voz:
– No, mire… el ingeniero no está, si no le molesta…” – y añade a su mano un movimiento en ademán de solicitar silencio y que me retire. A la vez extiende los dedos de la palma de la otra mano señalando los planos en el centro de la mesa. La vena se me hincha en el cuello.
– ¡Si, “papá”, claro que me molesta! Si usted no controla su obra, su tripartita obra, generandome una perdida, atravesada la vena, mírela!”.
Le abro el robe de chambre de par en par y mientras mis pertenencias privadas cuelgan impunemente, les muestro un pecho peludo que escupe tinta azul por un orificio a la altura del corazón. Giro el pecho desde mi torso para ambos costados salpicando aquí y allá, allá y aquí, y así, rebotando la protuberancia al vaivén, continúo manchando la alfombra color billar con mi enorgullecida (/ renovada) impunidad.
Adelanto un pie descalzo, piso un poco de la tinta con el mismo y agrego:
– Y lo digo así porque ella es toda mía.
Un segundo hombre parado de espaldas sostiene un vaso de cognac como un pequeño lego en su gigante palma, de la cual extiende ambos dedos, el dedo índice y el gordo, y con éstos en busca de apuntar mi presencia gira sobre sus pies mientras acomoda la muñeca.
– “Eso que tiene ahí, Señor, es un soplo al corazón”.
El hombre yergue lentamente su pesado torso con un movimiento ondulante desde la cadera relocalizando de a una cada vértebra hasta acomodar los hombros en la posición en la que me encara desalmado por completo.
– “Eso, Señor, se hereda”.
A travéz de la puerta abierta puedo escuchar tus tacos caminando sobre el metal del andamio. Giro rápidamente cerrando mi rojo robe de chambre y corro pasando por la bruta puerta de madera. Llego en el momento justo a sostenerte en el aire justo antes de que pudieras dar el siguiente paso en falso. Contengo el aliento al escuchar el silencio de tus stilettos, no así el de la obra en con-des-trucción. Cargándote en brazos vuelvo en un giro a entrar en la oscura habitación billar del segundo piso. Corro tus cabellos azabache de entre mis dientes y peinándote prosigo:
– “Lo que es herencia es lo que se está remodelando en este edificio, por lo que ningún detalle debería de pasárseles. ¡A ver! ¿En dónde está el especialista en Patrimonio Cultural?”.
El hombre del cognac dirige el peso de su cuerpo hacia el muro de cuero verde. Una vez cerca de la pared la golpea rítmicamente con sus nudillos. Unos pasos se activan en el parlante derecho. La línea blanca en la nuca de una niña de cabello azabache que lleva un vestido de puntillas sentada frente a la pantalla negra cuadrada de 30 x 30 cm de un computador de los años 80 pivota hasta apuntar el parlante desde el cual proviene el sonido. El sonido pasa del parlante a la pantalla. La línea blanca sigue al sonido contra las agujas del reloj. El aparato se encuentra sobre una pequeña mesa modal de madera laminada instalada por su padre en el pequeño cuartito destinado para la computadora. Los pasos pasan al parlante izquierdo. La niña mira a la pared de madera detrás de la pantalla. Sigue con la intuición a aquellos pasos que se siguen moviendo aún más lejos, detrás de las paredes de esa pequeña habitación. Se sujeta con ambas manos a la silla. Eleva lentamente su cadera del asiento haciendo fuerza con los biceps contra el asiento.
Los pasos suenan ahora detrás de mí, en donde la puerta abierta, y siento la presencia de un joven hombre detrás mío. Quizás es su olor, o su respirar, lo que sea es claramente su aire ¡Y qué aire! El joven pasa por mi costado rápidamente y se acerca al arquitecto.
– ¿Me llama, Doctor?
– Si, mire, tenemos un hombre aquí que tiene un soplo al corazón.
– ¡Válgame! ¡Nunca había visto yo uno de esos! ¿Dónde? – responde interesado el joven de unos 40 años.
– Detrás suyo, caballero – responde el arquitecto.
El gran hombre extiende su brazo en mi dirección dejando colgar la mano lánguidamente hacia mi sospecha, pero esta vez, educadamente, no me señala. El joven se percata de mi presencia por vez primera. Pegándose un susto exclama:
– “¡Oh! ¡Por María y el niño discúlpeme Señoro!” -se tapa los ojos y mira al suelo.
Impaciente le pregunto:
– ¿Pero por qué se oculta? Yo vengo a mostraros esto – le digo abriendo aún nuevamente mi robe de chambre, girando mi pecho de lado a lado, con la cadera siempre en peso contrapuesto, haciendo vaivén a mis pertenencias que al golpear contra mis muslos hacen eco. La tinta azul sale expulsada a un lado y al otro, al otro y a un lado, empapando la alfombra. Freno, manteniéndome abierto.
– Dígame, ¿Qué se hace con ésto? ¡Sucede que me taladraron desde adentro mientras dormía! – replico con una pisada fuerte sobre el charco azul. (retomando mi enojo )
El joven se agacha lentamente en pequeños pasos hacia mí. Con la palma abierta hacia el suelo hace círculos como si rastrease algún metal pesado. A veces no logro verle porque tus largos cabellos oscuros se me meten por los ojos y me pican la cara, la boca y la nariz. El joven llega al charco y roza con los dedos el felpudo verde billar. Lleva los dedos a la boca manchando su pera y la comisura de sus labios con un intenso color azul ultramar. Mirándome lo degusta y traga. Luego apoya la mano entera en el charco y presiona. Escurre la tinta entre sus dedos. Acaricia la alfombra como a la piel de una fiera herida.
– Hmmm – gime.
Te escucho responderle – “ij ij ijss” – Te escucho herida.
– ¿Y? ¿Va a insistir en el dolor? – le exijo impacientemente – Y usted, al que le dicen Doctor ¿Qué va a decirme?
El arquitecto niega con la cabeza y mira al joven. El joven se levanta sobre sus pies. El arquitecto le sigue con la mirada. Repentinamente el ruido de la obra en cons-des-trucción se vuelve intenso. La puerta había quedado abierta. El joven se percata de su ensimismamiento y saliendo de sí mismo con el movimiento se dirige hacia la puerta para cerrarla. Queda solo un hilo de luz abrazando el filo de la puerta flotando sobre el perfil y difuminándose en puntos de polvo en el aire. El joven especialista en Preservación Cultural corta la línea de neón con la oscuridad de su mano, sujetada la única clarividencia el hilo de oro desaparece, la línea es ahora tan solo un raspón en la madera.
– Creo que entiendo lo que le sucede. Mire, si fuera tan gentil de acompañarme, le mostraré una habitación que hemos terminado esta misma mañana, mientras dormía, especialmente para usted – me dice invitándome a cruzar la puerta con él.
Cierro mi Robe de chambre con angustia ¿A dónde más va todo esto a parar? Pero debo admitir que me intriga cómo podrían haber hecho algo para mí sin ninguna opinión. Basta con felicitarles, esperar a que se vayan todos los albañiles, los arquitectos también y llamar a un decorador privado. Voy a ver de que se creen que son capaces. Tu cabello oscuro entre mis ojos otra vez. Miro al suelo, se te cayó un zapato, mi amor. Me agacho para agarrarlo. Al tocar el suelo, mi miembro se mancha de azul. La presión de mi cuerpo comprime la circulación del animal herido en el suelo. Brotes de azul ultramar se escurren entre los dedos de mis pies. Tomo tu zapato y vuelvo a pararme. El Robe de chambre ahora manchado en los bordes también.
¡Qué desperdicio tu zapato, mi vida! – pienso – El charol rojo manchado de vibrante azul ultramarino servirá desde ahora solamente para algún happening, o performance experimental, un desperdicio… No… ¡No me malinterpretes cariño! Vos no sos experimentable – te susurro corriendo suavemente tus cabellos oscuros de entre mis ojos y dientes por milésima vez.
Camino con mis piernas descubiertas. El joven sostiene la puerta como a la salida de una pirámide. Entre el aire de polvo, el cigarro y el tufo humano, seguramente hay por ahí algún sarcófago. Caminamos por una galería de techo alto con muros y barandas de piedra que rodea al pulmón del edificio. No se puede admirar todo, aún nada, tapado por andamios y por cuerpos vivientes que percursionan sus técnicas. Van a volverme loco. Le sigo. El joven dobla por un pasillo oscuro de piedra que se abre a la derecha y dobla nuevamente a la izquierda en donde enciende un candelabro de pared con el fuego de un encendedor que saca del bolsillo de su chaqueta ¡Válganme mil cielos esas llamas! Eso sí que lo apruebo. Es una ganancia definitivamente.
– Dígame, Señor ¿Hace cuánto que lleva ese soplo al corazón?
– Desde esta mañana les he dicho ya – le respondo con behemencia.
– Bueno, entonces está listo – dice empujando con ambas manos una gran puerta de madera.
Sostiene la hoja izquierda de la entrada con un brazo, mientras con el otro me hace el ademán de invitarme a entrar a dicha habitación.
– ¿Desea pasar usted? – sugiere amablemente. Por alguna razón no puedo entrever el interior de la habitación, sino solo los dos escalones de mármol que debo subir para pasar por la puerta.
Sin poder pensar cómo sucede me encuentro dentro de una habitación completamente blanca sin esquinas, realizada con el más puro marmol. La forma del recinto se asemeja a una horma de queso por dentro. Los círculos concéntricos de mármol señalan en el centro un tubo quirúrgico de metal que sostiene a un metro del suelo un pequeño recipiente de plata sobre el que reposa un tubo transparente de un plástico muy flexible. Me acerco. Noto que el joven no está en la habitación y que, además, ha cerrado la entrada. Tú te has quedado con él, seguramente le tocas las duras nalgas masculinas en la oscuridad de alguna esquina de la obra en con-des-trucción. Mis nalgas ya son viejas.
La habitación no posee ventanas ni lámparas, pero su luz me encandila, no la comprendo. Me reclino frente al artefacto metálico. Tomo el tubo plástico y observo que lleva en su extremo una válvula. Tiro de él y lo sigo con la mirada hasta que, luego de unos tres metros, desaparece por un orificio especialmente diseñado en el suelo para él que posee un borde del mismo color metálico quirúrgico. En un impulso de inocencia, sin siquiera pensarlo dos veces, apunto la válvula hacia mí y con un preciso golpe clavo la válvula en mi carne, exactamente ahí por donde el coágulo azul oscuro. Contengo la respiración. El dolor es tan agudo que siento que me desmayo. Presiono fuertemente una vez más. Encuentro que sigo aún parado en medio de una extraña sensación de vergüenza. El tubo plástico se va llenando de azul.
Siento mi desnudez, la protuberancia me golpea fría por la tinta cuando giro sobre mi eje con la intención en vano de llevar mi pierna izquierda un paso más allá de la más céntrica circunferencia de la habitación. Mi talón derecho resbala sobre el hilo azul que sin notarlo se escabulle por entre mis muslos. La rodilla pierde el balance de mi cadera y con ambos pies en el aire caigo de cola al suelo marcándolo y salpicándolo todo de azul.
Toco rápidamente mi pecho. La válvula sigue bien enchufada. Exhalo profundamente.
– Cálmate, cálmate Luis – me calmo a mí mismo – Qué patético mi cuerpo setentoso, larguirucho y culo fruncido – pienso.
Muevo mi trasero. Quiero visualizar la magnitud del desastre para estudiar cómo pararme de manera segura. Inmediatamente debajo de mi cuerpo encuentro que la marca que dibujaron mis piernas al esparcir bajo presión la tinta sobre la fría e intransigente superficie se mueve por sí misma penetrando el blanco mármol, marcándolo como a un condensado algodón. Toco la mancha debajo de mí, fría y seca por fuera, viva y moviéndose dentro del suelo. La proximidad de mi ser acentúa la oscuridad del color. La distancia de mi presencia al suelo blanco imprime sobre él como una pincelada sobre papel.
Me muevo y genero una ondeada de acuarela azul. Me paro sobre mis pies con asombro. Miro a mi costado. Me acerco dubitativamente a una de las paredes, el tubo plástico flexible se extiende sin resistencia desde su orificio en el suelo. El muro toma un tenue color blancuzco pálido hacia donde intenciono dirigirme. En la medida en la que me acerco va tomando desaturados tonos de azules aguados que se van oscureciendo y saturando con cada paso de proximidad. Freno a un metro contemplando el manchón vivo y luminoso. Doy un pequeño paso al costado, las formas me siguen. Muevo mi brazo en forma de círculo paralelo al suelo. Una línea azul dibuja su trazo con su punto más vibrante en el centro, allí a donde más se acerca mi mano extendida hacia el muro. La risa se me estalla desde la válvula implantada, pasa por mi tráquea, encuentra salida por mi garganta y abrazándome, con las manos ensangrentadas de azul, permito al sonido salir por las dos comisuras de mis labios y entre los dientes. Río, río como un loco, cada vez más fuerte. Más fuerte. Salto y dibujo una mancha en el techo. Salto nuevamente y esta vez me dejo caer sobre la pared con el rostro pegado al charco vertical. Me empujo, río, marco azul a todos mis lados. Me siento vivo, desmesuradamente.
Camino unos pasos hacia atrás para contemplar mis manchas. Tropiezo sin querer con el tubo plástico cargado de azul, pero no caigo al suelo esta vez. Retándome tontamente lo acomodo. Al mirar el suelo noto que mis antiguas pisadas ya no están allí, doy la vuelta y veo que el centro de la mancha en el techo parece ya casi de blanco. Encuentro cómo en el gran muro azul mis manchas se borran por sus extremos, como a cada lado tres metros, los bordes se difuminan. Una cosquilla de ansiedad recorre mi pierna.
-¡No! ¡No! ¡No! ¡Yo sabía que lo diseñarían mal! ¡Yo debo ser inolvidable! ¡Yo debo ser! Los encontraré a los tres y ya verán ¡Ya verán!
Corro al centro del recinto donde la vara metálica sostiene al tubo flexible. Cerca de él tu zapato rojo manchado de azul genera una mancha de acuarela azul sobre el suelo. De un salto llego hasta él y lo levanto ¿Debo demostrarte cómo te has olvidado otra vez algo en mí, mi amor?
Tiro con fuerza del extremo del tubo clavado en el soplo al corazón. El metal suelta la carne.
Tus cabellos oscuros se mezclan entre mis pestañas, picando mi nariz. El joven de 40 años en el pasillo sostiene con su brazo la puerta abierta hacia adentro. Invita a alguien que no veo a entrar.
Expiro aliviado. Al inhalar noto que no respiro y entro en pánico. Del susto me tropiezo. Mientras caigo la habitación se vuelve aún más blanca, pierdo la noción de los bordes y del tiempo. Escucho dos pasos subir los escalones de mármol. El joven da un paso hacia atrás en la oscuridad. La imágen gira y se quema. Todo lo que veo por los ojos se devela, incluso tus cabellos, finas líneas que se esfuman picándome la nariz.
A Carlos Saura
Lunes 30 septiembre