“Es que somos como novios!” me dijo justo antes de que colgase el teléfono cuando me acosté para dormir una siesta.
Sueño de siesta: ” Mi padre maneja la gran camioneta econolyne Volkswagen de vidrios oscuros con la que recorrimos la Argentina y mi madre va de copiloto. Llegamos a un pueblo en el sur de España que está cerca del mar. Estamos buscando el hotel donde vamos a parar. Como quien pasea siguiendo la rambla mi padre maneja por una calle rojiza aledaña al mar. Sin previo aviso, tras un giro, la calle se vuelve angosta, de un solo carril, plana como cemento liso y muy pero muy empinada. Cada unos 50 a 100 metros la calle vuelve a posición cero. Subimos así cuatro y veces veces la empinada calle. Entonces noto que estamos subiendo por sobre los tejados de todas las casas del pueblo que dan como un gran frontón frente al mar. Estamos como a 1000 metros de altura y la calle es tan angosta como apenas medio metro más de la camioneta para ambos lados, sin banquina, sin protección alguna. En la última subida la calle se había vuelto anaranjada, quemados por el sol los tejados rojizos y por los cuales no podemos transitar porque nos obstaculizan dos chimeneas de barro. Paisaje rojizo-anaranjado terraza ondulante con chimeneas de barro.
Entonces mi padre comienza la marcha atrás. Observo cenitalmente a la camioneta hacer zigzagueos muy peligrosos en reversa, desandando fluidamente la cornisa sin guardabarros de todas esas casas por las que habíamos subido. El estómago se me da vuelta y el vértigo me aturde los oídos. Me agacho detrás de su asiento y cierro los ojos esperando a que el mal momento pase, o que nos caigamos por el borde hacia el precipicio del mar, o que… De un salto salgo de mi escondite valientemente a preguntarle: “Papá, ¿Cómo deseas que te ayudemos?”. Atareado pero amable me pregunta en qué y entonces al mirar por la ventana veo que ya estamos andando por lo bajo, al lado del mar. Sigue consternado porque no encuentra una sola playa que no esté protegida y, por ende, en la que valga la pena estacionar. “¿Cómo que protegida?” Le pr3gunto. Miro mejor y veo que en absolutamente todas las posibilidades de un pequeño espacio de arena para poner un solo pien en el mar y refrescarse con la suave rompiente de las olas contenidas en el arresife, han instalado alambres de púas que cruzan en hileras por entre medio de las olas y los médanos. Las líneas de púas son sostenidas por postes de madera sólidamente instalados, mojados y mantenidos en invierno una vez al año, de cuyas bases crecieron plantas como espinillos amarillos de mar, que refuerzan la protección y le hacen a uno imposible entrar en el mar. “Nos obligan a buscar los lugares que sólo ellos permiten”, pienso. Y seguimos andando. Mi corazón descansa de que el vértigo ya paró, no me preocupa no poder meterme al mar, aunque sí sea un enorme desperdicio de belleza. “
Le llamo y le confieso que no puedo corresponderle.
Luego de la llamada siento cómo las líneas de almabre de púas se deslizan, liberando al mar.