A Galicia y a Gabriel
Tenemos los bolsos listos y solamente nos falta el auto. Mi padre no quiere llevar la gran camioneta Ford Econoline Wagon developed together with Volkswagen in Argentina. We are not enough people for such a machine. It is also easier to maneuver with almost any other car. En el patio del revendedor de autos usados de Santander mi padre inspecciona qué le apetece más. Él elije un auto del tipo estanciero, con doble fila de asientos traseros por la costumbre de acostar la última fila y obtener un baúl más grande. Mi madre mira otro similar, del mismo tamaño y capacidad, pero con más espacio entre los asientos. Se deciden por este último. Un auto con tracción 4×4 de color turquesa con los vidrios polarizados. Estamos preparándonos para un viaje en carreteras por el norte de España.
Yo voy meciéndome de un lado al otro en el asiento trasero mientras subimos y bajamos las sinuosas montañas. Escucho forzosamente frases sin sentido entre dos personas auto forzadas a soportarse, que necesitan expresarlo para no morir en el ahogo. Clara incomunicación, cotidianidad dada por supuesta y reconocimiento en común. El daño colateral siempre hacia el asiento de atrás. Entre ellos, más vale malo conocido = amor verdadero. El color verde bosque húmedo pasa por los ventanales a una constante velocidad. Algún auto baja cada tanto, colores esmerilados pasan efímeramente. Subimos las montañas de Comillas hacia Covadonga.
Papá detiene el auto en un terreno que por la aparente cerca de madera campestres podría ser un estacionamiento público. Lo sugiere el suelo oscuro de tierra y el fino empedrado gris. Más civilización no es necesaria en aquella zona. El hombre baja del auto, exclama “¡Me esperan acá, eh!”, y cierra la puerta con un normal volúmen de portazo. Camina por la color húmeda pero sólida tierra, da la vuelta por la valla alta de madera y se dirige a lo que pareciera ser, por las pequeñas luces de distintos focos esparcidos entre el bosque húmedo, la evidencia de un pueblo vivo no tan lejos. Con su suerte encontrará una gasolinería donde podrá preguntar aquello. “¿Qué fue a hacer papá?”, “Ni idea, lo esperamos acá”. Mi madre toma su celular y se pone a revisar las decenas de mensajes que aún no había respondido a sus primas y familiares, para ella por fin un momento de tranquilidad.
Su “Keine ahnung” se me pega al hemisferio derecho por el cual pasa caminando una forma sinuosa a la cual venía observando acercarse, al predio público y descampado, como una forma líquida que se venía desarrollando entre el verde bosque húmedo, el marrón de la baranda de madera, los círculos titilantes del supuesto pueblo, y el gris del suelo incivilizado. Entre todo esto un rostro camina ladeando las orejas de lado a lado. Pensé que el rostro indefinido y rubio, tomaría la altura de la valla por aquel mismo paralelo por el que habría pasado la oscura cabeza de mi padre, pero no lo hace así, aunque logra una altura superior a la madera inferior de la valla, es decir, algo más alto que un perro. Su rostro se aproxima, tridimencionalizándose y, así, revelando un hocico. Su torso aparece ahora de costado mostrándome su melena y sus garras. Se me detiene el corazón. Percibo en lo profundo de la visión perimetral derecha como viene a su encuentro otro felino de su misma especie. Aquella hembra le dejaría un mensaje al golpearle el hocico con la pata. Se irían caminando dentro del bosque, más oscuro en esa zona. Detrás de ellos brota, entre la maleza, un tercero al que no le presto tanta atención como al cuarto. La cola de éste cuelga en el centro del cuadro en punto de fuga perfecto. El león tiene la piel desgarrada en la espalda y la cadera. Lleva el lomo, los huesos de la espina dorsal y de la cadera descubiertos, a carne viva. Camina lastimosamente pero aún de forma natural o integrada. La piel desgarrada no está perdida ni vendida, le cuelga, sostenida por la otra mitad de la cola aún forrada y por las patas traseras, vestidas por el horrendo accidente hasta los tobillos. Podría, gracias a las zonas cubiertas, aún caminar la temible fiera sin perder su propia piel.
El dolor en sus movimientos me hirvió el oído izquierdo o es que la sentí moverse en el asiento delantero y exclamé, antes previendo una sangrienta escena si mi padre se decidiese a volver por el mismo camino y entrase al terreno baldío que ahora más claro se entendía era el hábitat de otros: “Che, Ma, papá no puede volver por acá, tenemos que estacionarnos en otra parte”. Mamá alzó sus ojos de los anteojos que apuntaban a la pantalla de su celular y miró por el vidrio derecho y por el espejo derecho del auto. Además, estaba oscureciendo entre tanto bosque. Comprendiendo la situación y sin alarmarse respondió “Si, tenés razón, va a matarnos, pero bueno, después le explico”.
Es entonces cuando escabullí mi cuerpo, contorsioné los hombros hacia adentro y pasé entre los dos asientos. Me siento en el asiento del piloto, aunque la mujer ya está maniobrando con su propio volante dirigiendo en retroceso al auto. Palpándolo, me aseguro de que el freno de mano esté entre ambos asientos. El pedal de freno está de mi lado. Frente a mí un manubrio tapado con una toalla. El artefacto redondo es tan grande que apenas pasan mis piernas por debajo. Escabullo ahora también mi cadera y mis piernas. Toco con la punta de un pie el freno ¿O es el acelerador? Mi pie es tan pequeño, como el de un niño, mi pierna estirada asume el esfuerzo de presionar con fuerza el peldaño. Los dedos descalzos sobre la fría palanca presionan y sienten otro freno al lado, pero este solo frena las medias velocidades. Vamos bajando rápida pero contenidamente por un empedrado de Santiago de Compostella, lo supe porque frente a mí podía distinguir no solo las piedras, sino también la franja contenedora de cada calle y de cada esquina, la piedra maciza, plana y rectangularmente trabajada que todo lo contiene, lo sostiene, lo crea. No veo una piedra como esa en ninguna otra ciudad. Vamos bajando rápida y contenidamente, pero dependerá de que no pisemos a ningún transeúnte el que logre clavar el freno a fondo. Me esmero lo más posible con mis piernas de niño y alcanzo a frenar el rodar de las ruedas, aunque éstas sigan deslizándose torpemente por los húmedos adoquines. Lo logramos y en rojo llegamos a la línea peatonal que cambiaba justo a amarillo. Pasan algunos caminantes. Aprovechando el envión doblamos a la derecha, en donde vemos junto al puerto de A Coruña varios lugares libres para estacionar. Mi madre maneja el auto y lo estaciona. Antes de bajarse dice: “Voy a avisarle a papá que estacionamos acá”. Se baja y echa a andar. Yo apago el auto, bajo y golpeo el auto con el mismo volúmen de puerta..
El cielo despejado, brisa y el sol radiante. Sigo a la piedra rectangular lisa que todo lo contiene aunque aquí es de forma más angosta y más plana. La sigo y me va llevando hasta ver mis zapatillas blancas pisar sobre la arena. Me adentro en la arena de a poco. Empiezo a sentir la temperatura del aire volverse más fría. Los transeúntes que venían de la playa o se dirigían a caminar por el chocolate de Ferrol se abrigan con lo que pueden. Uno intenta abrir la sombrilla para esconderse del viento que se hace cada vez más frío, pero no más fuerte. Quizás pueda crear un espacio seguro dentro de la sombrilla, el cual resguardará el aire que su cuerpo calienta al caminar. Una señora sostiene su sombrero con fuerza mientras camina en contra del mar. Se acercan a mis zapatillas la punta de las lejanísimas olas. Observo con extrañeza a la espuma del mar cómo cruje sobre sí misma, implotando en milésimas de burbujas inverosímiles que sin poder salir se encuentran con una dura pared de hielo que les impide ser parte del otro aire.
En todas partes sobre la arena parece repetirse este patrón de congelamiento. Al principio río creyendo dilucidar la cara de un pokemón en el patrón, pero ya de súbito no río más cuando el patrón se repite en todas las olas y en todas las profundidades congelando todas las superficies del mar.
El mar se mantiene translúcido en las crestas y en las curvas de las olas. Es entonces cuando veo dentro de las olas brotes de papa. Detengo bruscamente a un hombre que viene caminando con su pareja e hija por la playa. Tomándolo del brazo y sin quitar mi mirada de las papas congeladas dentro del azulino hielo, le reclamo una explicación. “¿Qué… qué son esas cosas? “Eso son…”. Encantado por la pregunta y mi sorpresa que detona mi condición de turista y señalando al mar congelado que antes iba a su derecha, extendiendo sus dos brazos hacia el fenómeno, con las palmas abiertas y la cadera inclinada hacia adelante, posicionándose enteramente frente al mar, me responde: “El mar congelado absorbe las papas enterradas en la arena… ¡Lo hace cada año!”. Comienzo a preguntarme si sembrarán las papas los habitantes de esa ciudad y el hombre, adivinando mi pensamiento, agrega: “¡Qué va! No tenemos tanto tiempo” y su hija dice suavemente: “…ni tanta atención”. Sigo caminando observando a mi izquierda hileras e hileras de papas dentro del mar congelado.
De golpe otro hombre que pasa caminando golpea el hielo con el puño buscando perforar su superficie. La superficie se mantiene dura aunque sea delgada, como un vidrio derretido sobre la arena. El sol brilla fuertemente a pesar del frío. Las olas más altas aún se están congelando en su proceso de caída. Un animal que parece un caballo salvaje muy grande y peludo lucha contra una gran ola que en el proceso de congelarse rompe en su barriga congelando al noble animal con él. Al no estar tan cerca de la orilla el animal no logra despegarse del hielo que lo envuelve, primero por las patas, luego doblando sus rodillas y progresivamente petrificando cada poro de vida en él. La ola se congela en él llevándose su último respingo. Queda allí petrificado. Sigo caminando. Una madre grita al encontrar la ropa de su bebé dentro del mar unos centímetros más adentro de la primera ola congelada. Un bañador, una tela roja que aparenta ser una pequeña remera. Desconsolado, el padre golpea fuertemente el hielo, en vano. Desconsolados gritos. Sigo caminando.
Una hilera de mujeres jóvenes se acercan sobre sus caballos a mi derecha, por la parte elevada y seca de la arena. Las reconozco de la secundaria. Elina se acerca sobre el primer caballo, Mercedes en otro, Magdalena, Inés, Dolores… Algo me hace pensar que la fila sería interminable, o quizás llegaría hasta las 44 alumnas. Pienso que es suficiente si tan solo reparo en las primeras cinco o seis y ya no miro tan lejos. Algo me hace acercarme al caballo de Elina y acariciarlo. Ella me saluda muy contenta: “¡Hola Jose!”. El pelaje oscuro azabache, el hocico caliente. Un elegante caballo, no menos podría esperarse para semejante mujer. Algo me hace notar que de las riendas cuelgan grandes nudos de hilos de cordones, como motivos decorativos mexicanos. Ella detiene su caballo y así también se detienen los caballos que vienen detrás, detrás. Escucho el paisaje, el relinchar. Algo me hace sentir al sol vibrando fuertemente. A lo lejos, en perspectiva, las tormentosas nubes bañadas por los fuertes rayos del sol del mediodía me hacen olvidar que siento frío.
Un repentino viento proviene del mar y pequeñas gotas me golpean la mejilla y la ropa. Volteo a mirar al mar y veo pegado a él a una forma, como la de una escultura, que se mueve despegándose del mar. La forma es de un duro color azul de hielo. Sigo la línea de su perfil hacia arriba encontrando que es tan alta como un rascacielos. Me le quedo mirando su parte más alta. Parece una gran Jota mayúscula con principio superior horizontal, la textura de sus contornos que habrían sido picados por los trazos de un gran cincel chato y los bordes redondeados notoriamente deforman a la letra de forma despareja y orgánica, pero sólida y flexible. La forma animada se mueve. Al girar sobre su eje y movilizar su base rompe una hilera de olas congeladas que le estaban adheridas en la base. El rompimiento de los hielos salpica y su agua me llega. La forma tiene decidido caer sobre el mar, rechina el movimiento de su escorzo, se suspende en el aire y se arroja de cabeza al hielo que se rompe. Reactiva al mar. Los caballos relinchan por detrás y seguramente se están asustando, dándole tarea a las jinetas. Cabalgan más arriba de la arena, hacia la calle de la ciudad que rodea a la playa. Sus patas saltan haciendo crujir la arena. La arena salta por entre sus piernas. Mis pies se humedecen y el mar brama violentamente. Fuertes ráfagas de viento y gotas saladas me golpean por ambos lados. Las olas se liberan de sus contornos de hielo, retomando la velocidad suspendida en sus crestas congeladas, las carreras de kilómetros golpeando finalmente contra la playa. El mar baja y sube fuertemente ocupando cada vez más espacio sobre la costa. Escalo a saltos de arena crujiente y blanda, como tantas otras personas, hacia la calle de la ciudad que rodea a la playa. Miro desde allí al mar bravo y frío que líquido y enviolentado olea en profundos azules y grises tormentosos bajo el sol.
Camino ahora por la calle de asfalto hacia una esquina antigua donde encuentro el hermoso y ornamentado edificio Casa Rey. Esta versión del edificio es de piedra maciza de un blancuzco cálido. Saco la llave de mi campera. Me acerco a la gran puerta de madera y giro el picaporte. Mis padres tienen un piso allí. Subo por la corta escalera de cuatro escalones de mármol al primer nivel. Abro otra puerta. Luego de traspasar alguna sala, a la cual no le presto atención ni visual ni sensorial, entro a mi habitación. El recinto es principalmente de madera. El suelo es un parquet antiguo alemán muy bien mantenido, al fondo en ochava tres ventanas altas con marcos de madera pintados de blanco y estructura de piedra. La pared de la izquierda es toda de madera. La compone un relieve que habría sido labrado por un fino ebanista, la textura simula una enredadera de hojas medianas. El color natural de la madera es de un marrón claro tratado con óleos que lo oscurecen y protegen, así como acentúan el olor a madera en el gran recinto. Dejo mis cosas sobre el suelo, una mochila negra y el abrigo, cerca la otra pared que es de un antiguo o renovado estuco ecológico de color crema rosáceo-amarillento. Los muros ayudan a la luz a mantenerse dentro del gran recinto. Veo anillos gordos de madera de distintos tonos rojizos y oscuros colgados decorando la pared de madera y los sigo con la mirada, notando cuán alta es esta pared y la habitación entera. Quizás cuatro metros caben hasta el techo, en el cual veo lo que es de esperarse, líneas decorativas en estuco sobresaliente. Siento una presencia cerca de mi lado izquierdo. La mirada va bajando por la pared y encuentra una línea horizontal oscura. Me acerco a ver de qué se trata y encuentro que es la hendidura de una puerta, cuyos bordes sigo y cuyo picaporte encuentro también labrado. Encuentro la cerradura de bronce, la noto bloqueada desde adentro. Sé que la puerta está bloqueada completamente. A su lado otra puerta, más alta, probablemente perteneciente a un pasillo que habría sido rellenado a tiempo por el mismo ebanista, respetando el diseño a tono. El piso había sido dividido en tres viviendas privadas.
Giro hacia mi izquierda para experimentar la presencia. La luz se oculta y la habitación oscurece. La luz de una vela alumbra una pieza de madera en horizontal sobre la cual dos personas cuyos rostros no veo pintan con finos y largos pinceles. Cada persona pinta con un color, negro o blanco, al óleo. Me acerco, y me siento sobre mis rodillas al lado de una de estas personas. Los observo mover las puntas de los pinceles sobre previas manchas de óleo rojizas, marrones y negras. La persona a mi lado me percibe observar su trazo y mantiene el silencio. La segunda persona me quiere enseñar cómo hacer sus líneas blancas. Lo miro con solemne atención para hacerle sentir escuchado. Cada cosa que dice, las instrucciones de cómo mover el pincel para generar la curva interior gruesa y chata de la línea, yo ya lo sé, pero no dejo de venerarle mi atención porque encuentro fascinante y reconfortante verle hacer lo que yo haría en su lugar. Observo cómo su pincel arrastra el color blanco sobre las aún húmedas superficies de óleo, manchando y marcando el trazo de las cerdas.
Me alejo un poco de los dos hombres. Giro sobre mi eje y me vuelvo hacia el ventanal que me encandila de golpe con tanta luz. Algo acerca de los marcos de madera pintados pulcramente de blanco me hacen sentir que las nubes que pasan por fuera saben a mar, que el aire corre frío, no tan lejos el mar está bravío y que los rayos del sol todo lo saben, porque todo lo miran y todo lo tocan.